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Puerto de Cabras cambió su nombre en 1956

En marzo de 2006 se conmemoraban los 50 años del cambio de nombre de Puerto de Cabras por el de Puerto del Rosario y allí intervine con una disertación en la que incluí esta pequeña ficción de lo acontecido medio siglo antes, convidando a la audiencia a ser cronistas de aquella época:
.- “Era una mañana del 19 de marzo de 1956 cuando, un nutrido grupo de personas escuchaba en la Plaza Domingo J. Manrique a quien desde la ventana del que fuera consistorio, les lanzaba una soflama. A sus espaldas el mar acostaba las cansinas olas en la playa del muelle chico; junto a él las soñolientas barcas descansaban del duro bregar marinero.
Había banderas en cada elemento urbano capaz de soportar el cordel o de servir de mástil. Una pequeña guarnición militar formaba sobre los adoquines del viejo muelle esperando las órdenes de quien allí les mandaba. Un grupo de señores trajeados mantenían posturas igualmente marciales, dirigiendo las miradas hacia el ventanuco que servía de tribuna.
“Dignísimas autoridades, señoras y señores, el objeto de tenerles aquí reunidos –dijo aquel orador- no es otro que el de cantar; si digo bien, cantar –si no gritar- en medio de esta explanada que vio nacer nuestro pueblo, que Puerto del Rosario es ya la capital de Fuerteventura. Por fin se han oído nuestras plegarias, las inquietudes de un pueblo han sido –como no podía ser de otro modo en esta Nueva España- escuchadas por el Gobierno de la Nación quien en su reunión del pasado día dieciséis aceptó y aprobó que Puerto de Cabras cediera y claudicara su onomástica a favor de la que hoy celebramos.
“Por fin nuestras gentes (continuó) dejarán de ser las cabras del Puerto y nosotros… nosotros, nos llamaremos en adelante rosarinos, rosarieros o, simplemente gente del Puerto y de la capital.

[Foto publicada por Enrique Nácher]
“Demos pues la bienvenida al nombre de esta ciudad, al nombre de este municipio y enterremos para siempre el ignominioso e insultante que llevaba y que de comerciantes y capitalinos  nos convertía en cabreros.
“Quienes aquí nos reunimos hoy –prosiguió aquel señor- debemos aclamar que Puerto nunca fue de Cabras, que esto no fue costa o dehesa común, que aquí no hubo gambuesas, corrales concejiles ni abrevaderos en la fuente de la carnicería; que lo que consignaban los mapas del siglo XV como cala o puerto no se refería a este rincón de Fuerteventura, sino al barranco de Río Cabras, si acaso… Los cartógrafos bajomedievales se equivocaban; la capraria clásica fue pura fábula.”
El alcalde de la localidad era quien gritaba de aquella forma, quienes le coreaban eran los funcionarios y autoridades civiles y militares; sus compañeros de corporación eran los que se situaban más próximos”
“Casi un año atrás habían decidido que no habría referéndum, que bastaría con apañarse una consulta individualizada a todas las autoridades y funcionarios, mientras en las escuelas los chiquillos y las chiquillas agotaban las tizas copiando una y mil veces el nuevo nombre de la localidad. Había que sepultar sin ambages el indecoroso nombre de los cabreros y así lo publicaron en el Boletín Oficial de La Provincia, como queriendo dar a conocer sus intenciones, pero sin gritarlo mucho, bajito y plegados al procedimiento estrictamente administrativo”.
“Eran tiempos anodinos, de nacionalcatolicismo, de beaterías y pueblerinismos, propios de una mentalidad anclada aún en los privilegios del pasado: en la vecina Lanzarote, por ejemplo, también el Puerto de la Tiñosa (fíjense qué nombre, mascullaban) sucumbió cambiado su rótulo por el de Puerto del Carmen, en el municipio de Tías. Hasta la Real Academia de la Historia hizo coro y respaldó la iniciativa de aquella corporación majorera en su informe de febrero de 1956. Las cartas estaban echadas, y uno y otro nombre fueron cambiados en pro de la hagiografía mariana”.
                Dejemos el relato, abandonemos nuestra ficticia ocupación y acerquémonos a lo que de aquella decisión quedó  en los archivos y en la bibliografía para conduto de la memoria colectiva:

Con el refrendo del Consejo de Ministros de hace cincuenta años, las autoridades locales lo gritaron en público y sus voces se propagaron encontrando el lógico y amortiguado eco en la prensa escrita: Carlos Eguia, en el Diario de Las Palmas, lo exaltaba en un artículo plegado y lisonjero.
En el terrero del periódico El Día, de Santa Cruz de Tenerife, también se bregó cuando el Instituto de Estudios Canarios, organismo fundado en 1932 y vinculado a la Universidad de La Laguna, puso el grito en el cielo, intentando incluso que el acuerdo se reconsiderase, pues no se les había invitado a personarse en la instrucción del expediente.
El propio Alcalde, asesorado por el secretario que iniciara el expediente y con el que se carteaba desde su retiro en La Laguna, intervino retando a aquella institución científica y docente que en su contra se alzaba dos años después de los hechos.
Tan soterradamente se les pasó la tramitación del expediente que los organismos regionales llamados a defender la historia y el patrimonio cultural y etnográfico se enteraron cuando aquello se había consumado. ¡Así de alerta andaban quienes silenciaron su cometido!
En la sede del cabildo insular se le dio solemnidad institucional al cambio logrado y en la iglesia parroquial se rezó, como no podía ser de otra manera, un rosario.
Y en la Explanada, que, por cierto, también ha olvidado el nombre de Domingo J. Manrique con el que antaño fue bautizada, se festejó aquel hito de nuestra historia local colocando algunas barricas de vino a las que acudían con sus recicladas latitas de leche condensada los que se enteraron que desde entonces su pueblo se llamaría de otro modo.

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