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El Muelle Municipal de Puerto de Cabras, algo más que recuerdos.

 El Muelle Chico, algo más que recuerdos de Puerto de Cabras.


En la memoria de quienes frisamos los setenta, el muelle chico evoca recuerdos que se remontan a la década de 1950. Para muchos fue el punto de encuentro, el mentidero, el pesquero de caña o de aire, y la playita de los baños veraniegos; un lugar recoleto y atractivo donde la esencia de la ciudad se embriagaba con la maresía, entre las proas de los barquillos, tan cercanas de la mar como de las cuestas de las calles León y Castillo y Teófilo Martínez de Escobar, hacia allí se los arrastraba cuando el Sueste se presentaba implacable con nuestro frente marítimo.

Pero el Muelle Chico fue mucho más. Fue el Muelle Municipal de Puerto de Cabras, la infraestructura portuaria que solo un ayuntamiento como el del Puerto fue capaz de construir a sus expensas. Eso por sí solo le hacía acreedor de la capitalidad que se perfilaba.

En las piedras y cantería de sus perfiles y escalinatas, en el adoquinado o en el micro espaldón que hacía de asiento corrido hasta el pescante de la punta, se encontraba la memoria de las gentes que se juntaron para hacer lo que habían hecho siempre: promover mejoras para la población y lograr un urbanismo que lo definiese como la gran aldea de Fuerteventura.

El Muelle Municipal del que fue Puerto de Cabras y hoy es Puerto del Rosario, fue la herramienta que catapultó nuestra ciudad en medio de temporales y de lides políticas. Porque, sí, sabemos que haciendo su muelle y creando el arbitrio sobre el mismo, apostaban decididamente por cuál debía ser el acicate para su desarrollo; el arbitrio sobre importación y exportación lo consideraron tan fructífero para su economía que, cuando nació el Cabildo de ámbito insular, éste lo reclamó para sí como parte de su Hacienda (lo decía el reglamento para aplicar la ley que lo creó en 1912).

Pero Puerto de Cabras resistió. El muelle lo habían hecho con fondos propios y a través de una sociedad mercantil que convirtió en acreedores del espigón a buena parte de las fuerzas vivas de la microciudad. Ante la adversidad de los elementos, decidió pasar al Estado su mantenimiento, reservándose la fiscalidad; ante la nueva institución insular que nacía muchos después del municipio, pactó un cuota fija a cambio de mantener el cobro de unos arbitrios que siempre equilibraron el presupuesto municipal. Así llegó hasta finales de la década de 1920.

El muelle, pues, fue la esencia y el elemento que definió la ciudad de Puerto del Rosario desde 1889 hasta 1930, aproximadamente. Entre comerciantes, esta infraestructura portuaria y sus elementos auxiliares fueron decisivos para luchar por una herramienta que se les antojaba elemental. Creo que tenían razón.

Pero la incuria de los tiempos fue implacable. Con la destrucción del muellito se arrinconó su historia y la de Puerto de Cabras y, por extensión, de buena parte de Fuerteventura; porque por aquí se verificaron muchas de las exportaciones e importaciones que animaron el comercio insular; por aquí pasaban los grandes vapores de travesía atlántica o en rumbo hacia las colonias europeas del sur de África (naturalmente con el permiso de los dos grandes puertos canarios de Tenerife y Gran Canaria).

Los papeles mantienen viva su memoria en el silencio de los archivos. Allí se “escuchan” aún los bocinazos de arribada y de partida, los motores de hidroaviones, sones de las bandas de música, voladores de alegría y festejo por visitas reales y ministeriales… Pero también las voces quedas de quienes con sus hatillos de ropa y raídas maletas, se aventuraban en la expatriación de una tierra que no les daba para sobrevivir. Allí sí que se acunan no recuerdos, sino certificaciones de lo que se llevaban y traían; evocaciones de los colores de las chimeneas de grandes vapores, de las velas cortando el viento… Sacos de cochinilla, aromas de pescado seco, olores de estiércol y animales que se embarcaban; camellos, cabras, becerros, guelfos y baifitos; el queso que salía cruzándose con la llegada de latas de conserva y rapaduras… Cerveza y licores junto al carbón para las fondas del puerto… y piedra de cal y polvo de cal, cruzándose en el trasiego con el cemento y los ladrillos de importación; maderas para construir un pueblo que estaba vivo…

Pese a los muchos embarcaderos y puertos naturales que rodearon a nuestro Puerto de Cabras, el muelle siguió funcionando para dar nobleza al emprendimiento que aquí se desarrolló, como en todas las ciudades portuarias, de una forma aparentemente anárquica y como de aluvión de gentes de todos los puntos de la geografía; pero no olvidamos que, en origen, hubo un plan de calles amplias y plazas para el templo y el consistorio… Así solía ser el urbanismo en el tránsito del siglo XIX al XX, especialmente en islas como la nuestra.


La foto recoge una vista del Muelle Municipal recién construido. Es copia digital cedida en su día por Juan Antonio Franco Hormiga (+)


A Puerto de Cabras, con su flamante muelle, le tocó desempeñar el papel vertebrador del comercio insular (al menos lo intentó, aunque estoy por decir que en esto se conchabaron con las fuerzas vivas de otros puntos de la isla). A nivel archipielágico nuestro puerto, siendo el referente de origen de los productos que llegaban a La Luz o a Santa Cruz de Tenerife, lo cierto era que, las más de las veces, las crónicas marítimas de los distintos periódicos, ponían en evidencia que rivalizaba con múltiples embarcaderos, incluidos los de El Tostón, Los Molinos o Puerto de La Peña y Puerto Nuevo, en la vertiente occidental de Fuerteventura.

A través de sus registros históricos vimos pasar los carros de burros y de mulos, los automóviles y camiones que iban entrando en la isla a cachos, en chasis, a los que, luego, la artesanía de los carpinteros daba forma como vehículos… Todo a partir de la década de 1920, porque si hubo importaciones de estos coches con anterioridad, no lo dejaron registrado o no hemos dado con los papeles que alguien pudo haber distraído de los archivos, ¡cosas de la intrahistoria de los pueblos!

Pero los nuevos vehículos que mencionamos coexistieron por muchos años con los camellos y los camelleros; éstos sí que eran verdaderos transportes y transportistas; dos dromedarios aparejados eran capaces de llevar tanto como uno de aquellos camiones… Así fue en los “lejanos” embarcaderos de Puerto Lajas, Rosa del Agua o Los Molinos; o en las caletas de La Hondura y Los Pozos, por hablar de sitios más cercanos de nuestro término municipal.

Así pues, podemos hablar de algo más que recuerdos. Hablar del muelle chico es hablar del Muelle que el Ayuntamiento de Puerto de Cabras, hoy Puerto del Rosario, fue capaz de poner en funcionamiento y de generar riqueza a través de unos arbitrios que demostraron su rentabilidad en los presupuestos municipales, chiquititos, pero fruto de un trasiego marítimo con conexiones internacionales.

La ristra de nombres de veleros y sus distintos aparejos como bergantines, goletas, pailebotes, balandras o balandros, llenan una memoria que comparten con la presencia de vapores de distintas nacionalidades; el cabotaje interinsular convivió en la bahía de Puerto de cabras con las escalas en las rutas de travesía o transoceánicas.

En eso trabajamos quienes nos apasionamos por la historia más cercana, chiquita y entrañable, de nuestro pueblo, inserta como queda demostrado en las ruedas de la Historia con mayúsculas. Porque para mí el muellito sigue latiendo en el silencio de los papeles que hace años transcribimos y disfrutamos (algún día traeremos a nuestro blog los apuntes del movimiento portuario de entonces y las estadísticas de buques y mercancías que lo animaron).


Dibujo de John Whitford, Puerto de Cabras en1890.

Y antes de terminar: lo curioso de todo esto es que el Muelle Municipal, como no podía ser de otro modo, fue el punto más retratado de la ciudad (su memoria podría verse en la fotografía, tan abundante como escondida, desde finales de la década de 1830); hasta los dibujos de los viajeros recrearon el embarcadero antes del espigón, ilustrando así sus memorias de visita… Pero no siempre son correillos los vapores que vemos en aquellas instantáneas, como lo demostraron el rojo y negro de la Cunard Lines en sus rutas por la costa occidental de África y cuya presencia hemos podido constatar en nuestra bahía a principios del siglo pasado.

© Francisco Javier Cerdeña Armas.-


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