Las impresiones del Dr. Domingo Hernández González en Puerto de Cabras
En las postrimerías del siglo XIX llegaba a nuestra puerto un médico apasionado de la observación meteorológica. Oriundo de Las Breñas, en la isla de La Palma, no es de extrañar el radical cambio que veía en el entorno de su nueva residencia y donde ejercería la medicina casi diez años.
Corrían los primeros años del siglo veinte y Fuerteventura no lograba levantar cabeza. Al arancel sobre los cereales canarios (léase de Lanzarote y Fuerteventura) en su entrada a la Península Ibérica, se unía la tremenda sequía y los malos tiempos que azotaron la isla por aquel entonces.
La gente emigraba y tras ella hasta las piedras de paredes divisorias, casas y gañanías se vendían para embarcar con destino a los puertos de La Luz y Santa Cruz de Tenerife, objeto de ampliaciones y mejoras en sus infraestructuras. Allí se demandaba materia prima para fabricar cales hidráulicas y mano de obra a raudales, así es que nuestros antepasados, agobiados por la sequía y los tributos, una vez más, cogieron la maleta.
Al poco de llegar nuestro doctor a la isla para ocupar la plaza de médico municipal de Puerto de Cabras, don Domingo Hernández González se ocupó de los enfermos de la Beneficencia local, de los militares de guarnición en Fuerteventura y de un vecindario que, por lo apuntado, apenas sobrepasaba el medio millar, incluidos los soldados.
Venía del otro lado del Archipiélago, de la isla más verde, La Palma; es claro que la imagen primera le impactó y tuvo tiempo para entretenerse en la observación del clima y del paisaje de nuestra isla.
En Puerto de Cabras, quizás por la magua verde de su tierra natal, se aficionó a la observación meteorológica. Escudriñaba nuestros cielos y nuestro mar preguntándose por qué no llovía en este trozo de desierto; anotaba minuciosamente las temperaturas y los estados de la mar, de dónde soplaban los vientos cada día...
Y de sus inquietudes dejó unos apuntes que hemos podido rescatar y que vienen a pelo con los últimos episodios climáticos que estamos sufriendo en Canarias.
De formación científica, nuestro galeno no dio pábulo a las cabañuelas y las arrinconó entre las anécdotas etnográficas de los majoreros y de los canarios en general.
Para empezar, aunque médico local, tuvo que acudir a los municipios aledaños de Tetir y de Casillas del Ángel para atender a los afectados de tiña, contraída, al parecer, por el contacto de los camellos importados de la vecina costa africana.
El trasiego mercantil -se decía- pero también el determinismo geográfico (algo en lo que siguió al tetireño Antonio María Manrique y Saavedra), iba a ser objeto de sus observaciones.
Al menos así lo anotó en los dos primeros meses de 1902, cuando vio que de nada servían a esta tierra las garugas caídas sobre los campos en noviembre y diciembre del año anterior:
"Los vientos secos y huracanados -anotó- del Este y Sureste, han reinado con breves intervalos, alterando los mares de tal modo que por espacio de muchos días se interrumpió la comunicación de buques con el puerto.
"El temporal llegó a su punto álgido el día 16 de enero, y el día anterior, desde la madrugada, hubo truenos y relámpagos: los horizontes se cerraron. Había niebla densa y baja, cargada de polvo amarillento que imprimía a la luz un tinte tétrico.
"Cuando cesó el viento el aspecto de la atmósfera presagiaba una horrible tempestad. A la diez de la noche de aquel día volvió el viento fuerte, uniendo sus ruidos al ruido tenebroso del mar al estrellar las grandes olas contra el frente marítimo. La Luna apenas brillaba y la oscuridad era tan intensa que, a corta distancia, no se distinguían las personas que transitaban por las calles.
Al amanecer continuaba el temporal, pero más flojo. Disminuyó la fuerza del viento, y el mar se puso llano, desapareciendo las nubes de polvo, en parte arrastradas por la enorme cantidad de tierra que descargaron.
"Los campos quedaron cubiertos de polvo... Y, como los males de esta tierra nunca venían solos, arrastrados por las corrientes marinas, la orillas se inundaron de grandes bardos de cigarrones berberiscos, en su mayoría muertos.
Aquello debió parecerle a don Domingo un azote bíblico. Se decía que si no llovía pronto, los árboles y las cosechas se verían seriamente afectados, perdidas las papas y los tomates que ya empezaban a experimentarse por las fincas del interior.
Que cerca estamos de África -concluyó- mientras leía la prensa de la época tras las ventanas del Casino El Porvenir: Los buques de vela que fueron sorprendidos por el temporal en los puertos y playas de Fuerteventura, corrieron hacia la Isla de Lobos que, como suele ser habitual, constituye en estos tiempos un excelente abrigo. Porque se perdieron algunos barcos como el pailebot "El Rosario", a la entrada de Puerto Naos...
En Puerto de Cabras los barquillos se arrastraron calle León y Castillo arriba para resguardarlos porque las olas barrieron un muelle chico ya maltrecho y el mar circuló por las calles aledañas a la explanada, adentrándose por el Barranco Pilón que, por unos instantes se tornaba río de aguas turbulentas.